lunes, 26 de septiembre de 2011

La Casita del Príncipe, de El Pardo (1)

Las 'casitas de príncipes' se pusieron de moda en España durante en el reinado de Carlos III (1716-1788). Eran palacetes de recreo, hechos a semejanza de las casas de campo francesas y de los casinos italianos, para uso y disfrute de los hijos del rey.



Se trataba de que los príncipes e infantes dispusieran de un lugar privado, lejos de los rigores de palacio, donde pudieran estar en contacto con la naturaleza y desarrollar diferentes actividades, como la caza, la gastronomía o la música, sin la etiqueta que exigía su rango.

Las visitas reales no duraban más de un día, lo que explica la ausencia de dormitorios y, en algunos casos, como el de El Pardo, también de cocinas.

En la Comunidad de Madrid existen cuatro edificaciones de estas características. Las dos más antiguas se encuentran en el Real Sitio de El Escorial y fueron construidas entre 1771 y 1773 por el arquitecto Juan de Villanueva (1739-1811), a quien tanto debemos los madrileños.

La Casita de Abajo estuvo destinada a Carlos IV (1748-1819), cuando todavía era Príncipe de Asturias, mientras que la de Arriba la ocupó su hermano, Gabriel de Borbón.

En 1784, cuatro años antes de subir al trono, el príncipe Carlos se hizo una nueva 'casita', esta vez en El Pardo, a partir de un diseño igualmente firmado por Villanueva. Las obras concluyeron al año siguiente, si bien los trabajos de decoración se prolongaron hasta 1788, el mismo año de su entronización.



Sin embargo, el monarca no llegó nunca a utilizarla. En su calidad de soberano, con numerosos recintos palaciegos a su entera disposición, el sencillo casino de El Pardo se le había quedado pequeño, antes incluso de estrenarlo.

Esto no significa que renunciara a tener su propia casa de campo. Muy al contrario, se hizo levantar otra mucho más suntuosa en el Real Sitio de Aranjuez, quizá su lugar de residencia preferido, en lo que puede calificarse como su proyecto más personal.

Surgió así la Casa del Labrador (1790-1803), la cuarta y última de las 'casitas' reales levantadas en la región madrileña, aunque con visibles diferencias respecto a las otras tres, al no estar concebida para un príncipe heredero, sino para todo un rey.

Es, además, la mayor de todas ellas, con un concepto más cercano al de un palacio, que al de un simple pabellón de recreo. Pero, como las otras, comparte ese planteamiento de enclave privado y apartado, en la naturaleza, alejado de las exigencias protocolarias.

Su autor también fue Juan de Villanueva, pero, en este caso, el diseño original fue sustancialmente modificado por Isidro González Velázquez (1765-1829), su más aventajado discípulo.

Descripción

Desde el punto de vista arquitectónico, la de El Pardo es la más sencilla de todas las 'casitas de príncipes' existentes en la Comunidad de Madrid. A pesar de ello, o tal vez por ello, muchos autores han querido ver en este edificio un claro precedente del Museo del Prado, la obra maestra que Villanueva comenzó en el año 1785.

Estamos ante una pequeña estructura de fuerte horizontalidad y de una gran pureza neoclásica. Tiene una única planta, de unos cinco metros de altura, y ocupa una superficie rectangular de apenas 400 metros cuadrados, con dos jardines custodiando los lados principales.

El exterior destaca por el cromatismo de sus materiales de fábrica. La combinación del ladrillo en los muros, la sillería de granito en los contornos y el emplomado en las cubiertas no sólo no desvirtúa los rasgos clasicistas, sino que, en cierto sentido, los subraya.

De hecho, fue la primera vez que Villanueva conjuntó estos materiales, en lo que puede entenderse como un ensayo de lo que después sería el Museo del Prado.




El edificio se articula alrededor de un núcleo principal, integrado por dos vestíbulos contiguos, desde donde parten dos alas longitudinales. El ala septentrional, con cuatro estancias, estaba reservada al príncipe y a su familia, mientras que el ala meridional se organiza en tres salas, que podían ser utilizadas por los invitados.

Hay dos accesos. El principal está situado en la fachada oriental, la más próxima al Palacio Real de El Pardo, y consiste en un pórtico con dos columnas jónicas, presidido por un escudo realizado por el escultor Pedro Michel (1728-1809), en el que está labrado el nombre Carlos.

Más sencilla, si cabe, es la entrada occidental. Está formada por un simple vano, rematado en medio punto, sobre el que asoma una pequeña cúpula de media naranja.


Plano de la Casita del Príncipe y sus jardines. Año 1867.

Ambas entradas están enfrentadas, con los vestíbulos como eje de unión, configurándose una especie de corredor, mediante el cual se comunican los dos jardines con  los que cuenta el recinto. Pero de ellos, y del suntuoso interior, hablaremos en la próxima entrega.

Véase también

- La Casita del Príncipe, de El Pardo (2)

Artículos relacionados

Sobre Juan de Villanueva:
- La Casita del Príncipe, de El Escorial
- La Puerta del Labrador
- Villanueva en Aranjuez
- Juan de Villanueva, el Corpus y la Custodia procesional
- La gruta del Campo del Moro: descripción y denuncia

martes, 20 de septiembre de 2011

La Marca Media: el Puente de la Alcanzorla

Volvemos a hablar de la Marca Media, una de las demarcaciones territoriales de Al Andalus, que, por su situación al sur del Sistema Central, en una zona fronteriza con los reinos cristianos, jugó un papel decisivo en la defensa de Toledo, entre los siglos IX y XI.

En la Comunidad de Madrid se mantienen en pie diferentes restos de aquel pasado militar. En diversos puntos de la sierra hay numerosas atalayas de vigilancia, muy bien conservadas, que daban la voz de alerta en las situaciones de peligro. Una excelente muestra de este tipo de edificaciones la hallamos en el pueblo de Venturada, en el Valle del Jarama.

En cambio, el estado de conservación de las ciudadelas que levantaron los musulmanes es bastante más deficiente. Varios lienzos de muralla nos informan de la existencia de Mayrit, mientras que de Alcalá la Vieja, en Alcalá de Henares, tan sólo pervive una torre albarrana, además de distintos vestigios desperdigados. Por no hablar de Calatalifa, en Villaviciosa de Odón, de la que apenas quedan unas cuantas cimentaciones.

Mucho más escondidas se encuentran las escasas huellas que han llegado hasta nosotros del camino militar que, recorriendo el piedemonte de Guadarrama y Gredos, unía lo valles del Jarama y del Tiétar, poniendo en contacto la red de atalayas a la que nos acabamos de referir.

Todo este patrimonio se completa con una serie de cinco puentes, integrados dentro de la citada ruta militar, que se distribuyen alineadamente por el norte, el noroeste y el oeste madrileño.

Los situados en los extremos del camino -uno en Talamanca, sobre el Jarama, y el otro en San Martín de Valdeiglesias, sobre el Alberche- son los que han sufrido las mayores transformaciones arquitectónicas a lo largo de la historia, hasta prácticamente hacer irreconocible su factura islámica.

En Colmenar Viejo, salvando el río Manzanares, se halla el Puente del Grajal, que también ha sido modificado con el paso del tiempo, pero, en este caso, se mantiene la estructura original.

Los puentes que mejor conservan su trazado musulmán son el del Pasadero, en Navalagamella, sobre el pequeño río Perales, y el del la Alcanzorla, sobre el Guadarrama, que es el que ocupa nuestra atención.


Fotografía  de Arqueoturismo.

El Puente de la Alcanzorla está a medio camino entre Torrelodones y Galapagar, aunque dentro del término municipal de este último pueblo. Popularmente se le conoce como el Puente Romano, pero este origen no parece del todo cierto, dadas sus proporciones, inequívocamente andalusíes.

Su tablero mide 2,8 metros de ancho, que equivalen a cinco codos rassassíes, que, junto con los seis codos, era la medida más utilizada en Al Andalus en este tipo de construcciones. El puente, además, se asienta directamente sobre la roca, otro rasgo constructivo típicamente islámico.

Su ubicación también parece informar de que estamos ante una obra musulmana. No sólo se encuentra en la dirección que seguía el camino militar que iba desde el Valle del Jarama hasta el del Tiétar, sino que, muy cerca de su enclave, se alzan otras tres construcciones andalusíes: la Atalaya de Torrelodones, la Torrecilla de Nava de la Huerta, en Hoyo de Manzanares, y el ya señalado Puente del Grajal, en Colmenar Viejo.


Postal de los años setenta del siglo XX.

En cualquier caso, no deben descartarse completamente las vinculaciones romanas que recoge la toponimia popular. Recientemente se han descubierto restos de una calzada de principios del siglo III en el municipio de Galapagar, con lo que puede entenderse que pudo haber un puente anterior.

El que ha llegado a nuestros días debió sustituir a aquella primitiva estructura. Se edificó en un momento indeterminado entre los siglos IX y XI, cuando la población islámica procedió a la fortificación de la Marca Media, si bien algunos historiadores concretan algo más y sitúan su fundación durante el califato de Abderramán III (891-961).

Con todo, las primeras referencias escritas de su existencia no aparecen hasta 1236, cuando el rey Fernando III el Santo (1199-1252) lo cita en un documento en el que pide ayuda para recuperar la ciudad de Córdoba, a cambio de unas tierras localizadas entre Galapagar y Hoyo de Manzanares.

Del Puente de la Alcanzorla únicamente sobreviven los estribos y el arco de medio punto sobre el que se sostenía el tablero. La fábrica es de piedra de granito, con sillares en las dovelas y mampostería en los restantes elementos conservados.


El puente en una postal antigua.

Artículos relacionados

La serie "La Marca Media" consta de estos otros reportajes:
- La Muralla de Buitrago del Lozoya
- La Atalaya de Venturada
- El puente musulmán del Grajal
- ¿Atalaya islámica o torre cristiana?
- El Parque de Mohamed I, casi listo

lunes, 12 de septiembre de 2011

El 'greco' de la Iglesia de San Ginés

En la Iglesia de San Ginés se conserva uno de los cuadros más importantes existentes en Madrid fuera de los museos. Se trata de La expulsión de los mercaderes del templo, también conocido como La purificación del templo, considerado como uno de las mejores trabajos de El Greco.



Doménikos Theotokópoulos (1541-1614) realizó esta pintura en Toledo, en los últimos años de su vida, en una fecha indeterminada entre 1609 y 1614. De ahí que algunos expertos quieran ver en ella el testamento artístico del pintor, donde quedan recogidas las líneas maestras de su producción.

El lienzo llegó a Madrid en 1700, cuando fue donado a la Parroquia de San Ginés. Aquí fue pasando por distintas dependencias, hasta terminar escondido dentro de un cajón, tras casi desaparecer al derrumbarse la última capilla en la que estuvo colgado.

Nadie reparó en su importancia. Se pensaba que no era auténtico o, como mucho, que pudo ser hecho por Jorge Manuel, hijo del artista, o por alguno de sus discípulos.

En 1998 el Instituto del Patrimonio Histórico Español reparó en la obra y, tras una fase de investigación, procedió a su restauración. Esta labor corrió a cargo de Antonio Sánchez-Barriga, quien contó con la colaboración del documentalista Juan Morán Cabré.

Fue entonces cuando se descubrió la firma de El Greco, oculta bajo varias capas de barniz oxidado, convenientemente disimulada dentro de la escena narrada, en una de las patas de la mesa que Jesucristo acaba de lanzar contra los mercaderes.

En 2004, la Dirección General de Patrimonio de la Comunidad de Madrid dotó al cuadro de una caja climática, que lo protege de golpes y agresiones. Un año después, un coleccionista privado regaló a la iglesia un mueble de seguridad.

Desde 2006 las mamparas del citado mueble se abren una vez a la semana, apenas media hora, para que el lienzo pueda ser contemplado públicamente. El horario actual es los sábados de 11:30 a 12:00 horas.

Descripción

A pesar de sus pequeñas dimensiones (136 por 132 centímetros), el cuadro condensa los rasgos que mejor definen el singularísimo estilo de El Greco, incluidas algunas señas de su periodo de juventud.

Para Antonio Sánchez-Barriga, su restaurador, el pintor hace uso de una pincelada corta, que parece "evocar su pasado como miniaturista de iconos en su Creta natal y en Italia, antes de afincarse en Toledo".

También se advierte la impronta de su formación veneciana en la iluminación de la escena, con efectos de luz llevados al extremo.

Pero es El Greco más personal, el que, a raíz de su establecimiento en España, fue evolucionando hacia un lenguaje propio y exclusivo, el que mejor queda expresado en La expulsión de los mercaderes del templo.

No en vano estamos ante la sexta y última versión que el pintor hizo del tema, en la que éste alcanza su punto culminante, más aún, su punto final.



La anulación del espacio por medio de figuras que se arremolinan y abigarran, formando pronunciadísimos escorzos, la limitación del color y su supeditación a una resbaladiza luz que provoca destellos, el alargamiento de los personajes enfatizando el lado espiritual de la composición y el fondo grisáceo, como si fuera una escenografía irreal, casi fantasmagórica, son signos inconfundibles de la etapa de madurez del artista.

Para terminar, nos hacemos eco de la anécdota que acompaña al lienzo. Distintos autores, entre ellos el restaurador Sánchez-Barriga, identifican el recinto donde se desarrolla la escena con la Iglesia del Hospital de la Caridad de Illescas (Toledo), cuyo retablo fue realizado por El Greco, sin que le pagaran por ello.

La presencia de este lugar en el cuadro, como el escenario donde Cristo irrumpe iracundo en el templo de Jerusalén, debería entenderse como un acto de venganza del pintor contra la institución que puso en jaque su supervivencia económica, acumulando una considerable deuda.

Artículos relacionados

- 'El retablo de Doña María de Aragón'
- La Iglesia de San Ginés, antes y ahora

lunes, 5 de septiembre de 2011

La Muralla de Buitrago del Lozoya

Uno de nuestros lugares preferidos es el recinto amurallado de Buitrago del Lozoya, que, con sus 800 metros de perímetro, es el mejor conservado de la región madrileña y el único que ha llegado hasta nosotros íntegro.



La primera muralla con la que contó Buitrago fue levantada entre los siglos IX y XI, durante el periodo andalusí. Surgió en el contexto defensivo de la Marca Media, un vasto territorio situado en el centro peninsular, que los musulmanes habían fortificado para garantizar la defensa de Toledo, por medio de una jerarquizada red de plazas fuertes, atalayas y caminos militares.

Esta construcción no sólo no desapareció cuando se produjo la reconquista castellano-leonesa, sino que fue reforzada y ampliada por los cristianos para facilitar la repoblación de la zona.

Su apariencia actual es fruto de sucesivas intervenciones que se extendieron desde el siglo XI, una vez que el rey Alfonso VI (r. 1072-1109) se apoderó del enclave, hasta el siglo XV, cuando cesaron las luchas territoriales entre los diferentes señores feudales.

Para fortificar la plaza, los cristianos emplearon usos constructivos musulmanes -asimilados a través de los mudéjares-, como los que pueden verse en las escasas muestras de arquitectura militar andalusí existentes en la comunidad autónoma. Es el caso de las ruinas de Alcalá la Vieja, en Alcalá de Henares, y de la propia muralla árabe de Madrid.

Un claro ejemplo es el tipo de fábrica, consistente en mampostería encintada con ladrillo, por no hablar de la presencia de torres cuadrangulares, macizas y con escaso saliente, en lugar de las torres de planta circular, típicamente cristianas.



Descripción

La Muralla de Buitrago está situada en un pronunciado meandro del Lozoya, que le confiere una forma de triángulo escaleno. Los dos lados principales se encuentran a orillas del río, que actúa como una barrera defensiva natural, mientras que el tercero se eleva sobre tierra firme, en una zona de fácil acceso.

Es precisamente en esta parte, la más desprotegida físicamente, donde la muralla presenta una mayor envergadura, con nueve metros de altura y un grosor de tres metros y medio.



Este tramo, que recibe el nombre de adarve alto, es también el que reúne el mayor número de elementos defensivos: una barbacana de cuatro metros de alto, doce torres adosadas al paño, una coracha que aseguraba la toma de agua del río y un soberbio castillo del siglo XV, ubicado en uno de los extremos.

Aquí también se halla una de las tres entradas al recinto urbano. Se trata del acceso principal, protegido por la Torre del Reloj, una torre albarrana de 16 metros de altura, que da cobijo en su parte inferior, configurando un recodo, a una sucesión de arcos.

Los otros tramos, los que entran en contacto con el río, son conocidos como el adarve bajo, por la menor altura de los lienzos, apenas seis metros, con un grueso de unos dos metros.

Fueron levantados sobre un terreno muy escapardo, que hoy en día se encuentra anegado por las aguas del Embalse de Puentes Viejas, una de las muchas presas en la que es contenido el Lozoya a lo largo de su curso.



Artículos relacionados

También hemos hablado de estos otros lugares de Buitrago:
- La Casa del Bosque, de Buitrago
- La coracha de Buitrago del Lozoya
- La Torre del Reloj, de Buitrago
- El Puente del Arrabal