lunes, 26 de diciembre de 2011

El Puente Romano de Talamanca de Jarama

Regresamos a Talamanca de Jarama para visitar su célebre Puente Romano, que, a pesar de su nombre, presenta una inconfundible factura medieval.

En nuestro país es muy común llamar puentes romanos a puentes que surgieron durante la Edad Media, tal vez por una ultracorrección del vocablo 'románico' o porque realmente tuvieron un origen romano, que quedó desdibujado con el paso del tiempo.

El Puente Romano de Cangas de Onís (Asturias), construido en tiempos del rey Alfonso XI (1311-1350), es otro ejemplo de esta confusa toponimia. En la región madrileña encontramos el Puente Mocha y el Puente de la Alcanzorla, de trazado medieval, que también son conocidos como romanos.



Volviendo al caso que nos ocupa, el calificativo romano que se la da al puente de Talamanca podría tener algún fundamento histórico tras los análisis petrológicos realizados por la Comunidad de Madrid, coincidiendo con su reciente restauración.

Pero de ese pasado romano no quedan más que unos cuantos sillares, que sirvieron de base a la indiscutible estructura medieval que ha llegado a nuestros días.

Resuelto el misterio toponímico, toca ahora solucionar el enigma de por qué el puente se alza sobre tierra firme, mientras que el Jarama discurre apartado, a una distancia de unos quinientos metros.

La explicación se encuentra en un desplazamiento del cauce del río, provocado por procesos de sedimentación, que culminaron con la configuración de un meandro.

Historia

El puente pudo ser levantado en el siglo IX, cuando Talamanca era uno de los núcleos más destacados de la Marca Media madrileña, un territorio defensivo articulado por el poder andalusí para hacer frente a los ataques cristianos.

Algunos autores sostienen que el puente formaba parte del camino militar que recorría el piedemonte de las sierras de Guadarrama y Gredos, desde el Jarama hasta el Tiétar, poniendo en contacto la red de atalayas y fortalezas desplegada por los musulmanes.

De esta forma, el Puente Romano de Talamanca sería coetáneo de otros puentes edificados en el citado camino, como el del Grajal (Colmenar Viejo), sobre el río Manzanares; el de la Alcanzorla (Galapagar), sobre el Guadarrama; el del Pasadero (Navalagamella), sobre el Perales; y el de San Juan (Pelayos de la Presa), sobre el Alberche.

El puente en 1977. Fotografía de Jaime de Torres Núñez (Archivo fotográfico de la Comunidad de Madrid).

A finales del siglo XI, una vez reconquistada la zona a manos del Reino de León y Castilla, el puente perdió su función militar y se convirtió en un paso obligado en el nuevo camino creado para comunicar las dos mesetas.

Para poder cruzarlo había que pagar derechos de pontazgo, una especie de arancel que, en este caso, era recaudado por el Arzobispado de Toledo, bajo cuya jurisdicción habían quedado las tierras de Talamanca de Jarama.

De ahí que las autoridades eclesiásticas toledanas se apresuraran a reforzar el puente, para asegurar lo que, sin duda, iba a ser una cuantiosa fuente de ingresos. Hay constancia documental de una reforma emprendida en el año 1091.

En el siglo XVI se volvió a remodelar, tal y como figura en una inscripción sobre la piedra en una de las enjutas del arco principal.

Poco después, el puente quedó en desuso, como consecuencia del citado desplazamiento sufrido por el cauce del Jarama. Muchos expertos consideran que éste fue el factor que marcó la decadencia de Talamanca, que, como hemos señalado en anteriores ocasiones, fue una de las ciudades más florecientes de la Edad Media madrileña.

El puente ha sido objeto de dos restauraciones, una en 1973 y otra en 2009. Esta última vino acompañada de sondeos arqueológicos y de estudios estratigráficos para identificar las etapas históricas en las que se construyó y modificó la obra.

Estamos, por lo tanto, ante una estructura que acumula elementos y añadidos de diferentes periodos, desde el siglo IX hasta el XVI, todo ello sobre una base romana, de la que apenas quedan unas cuantas huellas.

Descripción

El puente mide 148 metros de largo, una longitud similar a la que tiene el Puente de Segovia, en Madrid. Se soporta sobre un total de cinco arcos, de proporciones muy desiguales.



El arco mayor está situado en el extremo meridional y tiene una luz de 17,9 metros y una flecha de 6 metros. Le siguen cuatro arcos menores, con anchos que oscilan entre los 7,9 y los 8,6 metros y alturas que van de los 2,45 a los 3,25 metros.

Todos los arcos son rebajados y escarzanos. Bajo el principal discurría antiguamente el Jarama y, en la actualidad, se abre paso un pequeño canal de regadío, denominado Arroyo del Caz. Los arcos secundarios servían para las crecidas.



La planta es quebrada. Da la sensación de que al puente se le fueron añadiendo partes de forma desordenada, a medida que se iba desplazando el cauce del Jarama. La anchura del tablero tampoco es uniforme.

El puente tiene perfil de lomo de asno, con un pronunciado cambio de rasante en el centro del arco mayor. Existen tajamares a ambos lados. Todos son triangulares, excepto el de mayores dimensiones, que es trapezoidal.



Con respecto a su fábrica, el material dominante es la caliza, que se presenta en forma de sillares en los arcos, enjutas y tajamares. También hay abundantes cantos rodados, localizados en la parte superior y en las embocaduras. El tablero conserva sus losas originales.

Una prueba de su origen medieval son las inscripciones que aparecen grabadas en ciertos sillares. Son marcas que los canteros hacían a modo de firma, siguiendo una costumbre muy arraigada en la Edad Media.

Véase también

- El Ábside de los Milagros

viernes, 23 de diciembre de 2011

Feliz Navidad 2011

Llegamos a nuestra segunda Navidad con un montón de buenos deseos y con muchas ganas de mirar al futuro con optimismo e ilusiones renovadas. Queremos agradeceros vuestra compañía, que sentimos diariamente y que nos da fuerzas para seguir con nuestra humilde labor divulgativa. Muchas gracias por vuestra confianza y esperamos estar a la altura de todos vosotros.



Si el pasado año la fotografía histórica fue la protagonista de nuestra felicitación de Navidad, en esta ocasión hemos optado por la pintura, aunque huyendo de los grandes nombres. Hemos escogido a Eugenio Orozco, un modesto pintor barroco, de posible origen madrileño, que apenas salió de los límites de nuestra comunidad autónoma.

Aunque se desconoce el lugar y la fecha en que nació, sí hay constancia de que vivió en Miraflores de la Sierra, pueblo que, en aquellos tiempos, era conocido con el desafortunado nombre de Porquerizas. Estuvo activo desde 1634 hasta al menos 1651 y casi siempre contó con la colaboración de su hermano Mateo.

Su carrera se centró en la decoración de la Cartuja de El Paular, donde hizo trabajos tanto artísticos como de "brocha gorda". Aquí conoció la obra de Vicente Carducho (1576-1638), que, entre 1626 y 1632, había pintado 56 cuadros de gran formato para el claustro del monasterio, sobre la vida de San Bruno de Colonia y la historia de la orden cartuja.

Notablemente influido por Carducho, Orozco realizó para El Paular doce escenas evangélicas y catorce martirios de los apóstoles, entre otros muchos cuadros sobre santos y retratos de monjes. También hizo un San Bruno para la iglesia parroquial de Talamanca de Jarama, además de diversas copias de grandes maestros, como Tiziano.

El cuadro que reproducimos lo terminó Eugenio Orozco hacia 1651, un año antes de morir. Lleva por título La adoración de los Magos y forma parte de la pinacoteca del Monasterio de las Descalzas Reales, de Madrid.

Es una de sus obras más celebradas, a pesar de basarse en modelos flamencos muy anteriores, que, a esas alturas del siglo XVII, estaban más que superados. Su principal rasgo es el vivaz colorido que domina toda la composición.

Sirva esta pintura, casi desconocida, para reiterar nuestro agradecimiento y desearos lo mejor en estas fiestas navideñas.

lunes, 19 de diciembre de 2011

El Palacio Real en la literatura de viajes

El Palacio Real de Madrid siempre ha sido objeto de admiración por parte de propios y extraños. Un buen ejemplo de lo que decimos lo encontramos en la literatura de viajes desarrollada en Europa a partir del último tercio del siglo XVIII.

Los catorce textos que reproducimos a continuación, todos ellos de autores británicos y franceses, especializados en el citado género, coinciden en destacar la magnificencia y grandiosidad del regio edificio madrileño.

Postal de José Luis Gallegos (hacia 1965-70).

Richard Twiss (Londres, 1775)."Luego he visto los palacios de los reyes de Inglaterra, Francia, Cerdeña, Nápoles, Prusia y Portugal; los del Papa, del Empeador y de varios príncipes alemanes, y doy la preferencia a éste".

Augustus John Cuthbert Hare (Londres, 1873). "Es ciertamente una de las más magníficas residencias reales del mundo, imponente por sí misma, y sorprendente debido a su situación al extremo de la parte más bella de la ciudad, en el borde de un gran desnivel".


'Vista del Real Palacio desde el lado de la Calle Nueva'. Fernando Brambila (hacia 1830).

Louisa Mary Anne Tenison (Londres, 1853). "Es un noble edificio de piedra blanca, que ocupa un lugar dominante y resulta muy imponente visto a distancia".

G. A. Hoskins (Londres, 1851). "El Palacio de Madrid es un edificio espléndido. La fachada oriental es muy bella e imponente, y el lado oeste es también magnífico. Una rampa noble y muy grande, que me recordó a la de la subida del Monte Pincio en Roma, lleva hasta una noble terraza ante el palacio".


'Vista del río con parte de Madrid y del Real Palacio'. Fernando Brambila (hacia 1830).

René Bazin (París, 1905). "Uno de los paisajes verdaderamente bellos es la vista desde la terraza del Palacio Real. Se atraviesa la Plaza de Armas, donde cada mañana se hace la Parada Militar, se interna uno bajo la galería que por el lado de Poniente es el límite del Palacio y de la ciudad y, entre los pilares blancos que sostienen los arcos, queda encuadrado todo un valle verde, profundo, que como una cascada de jardín y arbolado desciende escalonadamente hasta el Manzanares para volver a subir al otro lado, donde los montes y bosques se extienden en busca de las montañas de peñascosas cumbres".

"Las líneas son muy nobles y el contorno general interesantísimo: ayuda a comprender los cuadros de Velázquez, sus lejanías inmensas de un verde triste que confina con un azul sin brillo".

G. A. Hoskins (Londres, 1851). "Las colinas lejanas al otro lado del río tienen un aspecto salvaje, inculto y grandioso, y a lo lejos la bella silueta del Guadarrama, cubierto de nieve, es una vista que desde luego no disfruta ningún otro Palacio Real en cualquier otra capital, y por fortuna no está echada a perder con suburbios agobiantes y espantosos".


Postal de Romo y Fussel (1905).

Henry Swinburne (Londres, 1779). "Dejaré, sin embargo, todo mi hastío al pie de la escalera, preparándome con verdadera satisfacción a describirte la belleza y grandiosidad de los salones superiores. No conozco otro palacio en Europa decorado con una magnificencia tan verdaderamente regia".

A. Mathieu (Madrid, 1887). "En cuanto a su interior, es un mundo de maravillas: todo lo que puede haber de más rico y más variado en muebles de todo tipo, en colgaduras magníficas, en cortinajes suntuosos, decoran los cuartos y las vastas salas de paredes estucadas o brillantemente recubiertas con fina porcelana".

"La púrpura, el oro, el mármol, el cristal parecen rivalizar para reflejar la luz contra mil objetos diferentes y hacen resaltar las estupendas pinturas en las que los mejores maestros han sabido animar esta grandiosa residencia de los Reyes de España con los temas más diversos tomados de la mitología, de la religión y de la historia, llegando a veces a producir una plena ilusión".


Saleta de Gasparini (fotografía de Patrimonio Nacional). 

Antonio C. N. Gallenga (Londres, 1883). "Todo en el Palacio Real de Madrid es grandioso, si no estrictamente bello... la secuencia algo excesivamente suntuosa de salones de aparato; todo a gran escala y con todo el carácter de una gran residencia imperial".

Jean-François Peyron (París, 1778-79). El Salón del Trono es "la sala más grande y magnífica del palacio por los soberbios espejos y el rico mobiliario con los que está adornada... Tiépolo tenía mucha imaginación y pintaba con tanto calor como facilidad".


Salón del Trono (fotografía de Patrimonio Nacional).

Jean-François Bourgoing (París, 1788). "La sala donde está el trono, y a la que se llama Salón de los Reinos, es digna de admiración aún después de ver la Galería de Versalles. Un veneciano llamado Tiépolo ha pintado al fresco en su bóveda los diversos trajes de la vasta Monarquía Española, tipo de decoración que sólo puede corresponder al Palacio del Soberano de las Españas. Los espejos, que son de un tamaño seguramente único en Europa, han sido fabricados en San Ildefonso".

William Pitt Byrne (Londres, 1866). "La Capilla Real es una joya en cuanto a la decoración, rica por sus mármoles y por la pintura al fresco. El efecto del conjunto es suntuoso".

Michael Joseph Quinn (Londres, 1822-23). "Me pareció un edificio mucho más hermoso que las Tullerías. Se le ve siempre con renovado placer, porque deja en la mente una impresión de gracia combinada con la fuerza, que son los atributos esenciales de la belleza".


Ilustración de Wilhelmina W. Cady (1881).

A. Germond de Lavigne (París, 1859). "Visto desde la antigua Carretera de Castilla, desde las orillas del Manzanares, desde la Estación del Norte o desde la Montaña del Príncipe Pío, este palacio tiene un aspecto imponente, elevado sobre los grandes muros de contención y contrafuertes, las terrazas y los jardines en cuesta que forman un magnífico pedestal, y con su masa blanca recortándose sobre este hermoso cielo del modo más pintoresco".

Bibliografía

Palacio Real de Madrid. Guía de visita, de José Luis Sancho. Patrimonio Nacional. Madrid, 1999.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Los jardines renacentistas de El Pardo

Iniciamos un paseo por los jardines renacentistas que Felipe II ordenó levantar en Madrid y su entorno, coincidiendo con la proclamación de la villa como sede de la Corte, en el año 1561. Lamentablemente, nuestro recorrido debe hacerse con la imaginación, pues no se conservan más que unos cuantos restos de aquellos recintos.


Estado actual de los jardines del Palacio Real de El Pardo.

El rey Felipe II (1527-1598) puede ser considerado como uno de los principales renovadores del jardín español. Sus actuaciones en esta línea estuvieron guiadas por un espíritu de integración entre arquitectura y naturaleza, con el que se daba el salto definitivo desde el jardín medieval, como un espacio cerrado y recogido, al jardín renacentista, que se abre al mundo exterior.

En el municipio de Madrid el monarca dejó magníficas muestras en la Casa de Campo y en El Pardo, a las que hay que añadir, en el ámbito de la comunidad autónoma, Aranjuez, El Escorial y La Granjilla de La Fresneda y, fuera de ella, Valsaín, en la provincia de Segovia. 

Los jardines construidos en todos estos enclaves seguían modelos italianos, con una organización geométrica y simétrica de los parterres y un trazado articulado a partir de ejes axiales y perpendiculares, que tomaban la referencia de un hito arquitectónico, generalmente la residencia real. 

Todo ello acompañado de fuentes, estanques, esculturas, preferentemente de tema mitológico, y grutas artificiales, entre otros muchos elementos.

Hoy nos centramos en los jardines renacentistas del Real Sitio de El Pardo, donde había dos espacios claramente diferenciados: el llamado Jardín del Foso y los jardines situados frente a palacio.

Jardín del Foso

En el siglo XVI, el Palacio Real de El Pardo era mucho más pequeño que el que ha llegado a nuestros días, resultado de la sustancial ampliación impulsada por Carlos III en 1772.


Anónimo español. 'Vista del Palacio de El Pardo' (1630). Monasterio de El Escorial.

Alrededor de este edificio, se extendía un peculiar jardín, que Felipe II ordenó construir en 1562. Es posible que lo diseñara Juan Bautista de Toledo (1515-1567), el primero de los arquitectos que tuvo el Monasterio de El Escorial y autor de otros jardines, como la Casa de Campo y La Granjilla de La Fresneda, también por encargo del rey.

Esta atribución resulta completamente lógica, ya que, por entonces, Juan Bautista de Toledo había asumido la remodelación del Palacio Real de El Pardo. No sólo actuó sobre las cubiertas, con la colocación de chapiteles flamencos en las torres angulares, sino que también mejoró el interior y el patio, con la instalación de varias fuentes.

Juan Bautista de Toledo satisfizo los deseos del monarca de crear un jardín perimetral, bordeando el contorno del palacio, para que éste pudiera contemplarlo desde dentro, asomándose a las ventanas.

El jardín se levantó dentro del primitivo foso, que perduraba desde tiempos medievales, cuando el palacio no era más que un simple castillo. Constaba de plantaciones florales, con una gran variedad de especies, fuentes con mascarones en las esquinas, puentes y una especie de pajarera.


Foso del palacio. Al fondo, uno de los puentes renacentistas del desaparecido jardín.

Debió ser un espacio muy singular, a juzgar por el elevado número de crónicas históricas que nos han llegado. El primero en describirlo fue Gaspar de la Vega, en 1568, al que siguieron Juan López de Hoyos en 1572 y Gonzalo Argote de Molina en 1582. Del siglo XVII existen referencias documentales firmadas por Jean L'Hermite (1602) y Juan Gómez de Mora (1626).

En palabras de López de Hoyos (1511-1583), el jardín era "muy agradable, de muchas verduras, arrayhanes, murtas, gran diferencia de yerbas y flores raras y exquisitas de gran olor y fragancia".

Sus impresiones fueron ratificadas posteriormente por Argote de Molina (1548-1596): "éntrase en la casa por dos puentes de piedra y en torno a una anchada cara y en el fondo de ella muchos compartimentos, vasos y macetas de hierbas medicinales y flores extrañas traídas de diversas regiones, adornadas las paredes de la cava con jazmines, yedra y rosas y en cada esquina una fuente de agua, que por mascarones de piedra sale".


Pasadizo sobre el foso y portada renacentista del palacio.

El Jardín del Foso no sobrevivió al paso del tiempo. En 1814 se reconstruyó, aunque desde criterios muy alejados de los originales, con su reconversión en un huerto de frutales, con especial abundancia de avellanos, granados y perales.

El foso se conserva hoy día, pero sin ningún tipo de plantación, excepción hecha de la hiedra que recorre sus paredes, a modo de talud, y de algún que otro frutal.

Jardín frente a palacio

A diferencia del anterior, no se conocen referencias escritas sobre el jardín de estilo renacentista que se extendía junto a la fachada del Palacio Real de El Pardo. La única prueba de su existencia es un óleo del siglo XVII, que se conserva en el Museo de Burgos, en el que aparece retratado el rey Felipe IV (1605-1665), en apacible paseo, junto a otros personajes y distintas especies animales.


Anónimo. 'Jardines y Palacio de El Pardo con el rey Felipe IV' (siglo XVII). Museo de Burgos.

Los trazados que pueden verse en esta obra anónima recuerdan a otros recintos promovidos por Felipe II (sin ir más lejos, la propia Casa de Campo). Sin embargo, la ausencia de una documentación sólida obliga a ser cautelosos a la hora de afirmar que surgieron por iniciativa de este monarca.

Como puede apreciarse en la pintura, el jardín tenía una distribución hipodámica, a partir de parterres de planta cuadrangular, que seguían los patrones italianos antes señalados. Estaba alineado con con el palacio, que igualmente podemos ver en el óleo, hacia el fondo.

Pero, sin duda, su rasgo más característico eran los dos túneles de verdura que flanqueaban el eje axial, en los que se abrían vanos, a modo de estructura arquitectónica.

Tantas han sido las reformas desarrolladas a lo largo de la historia que poco queda del planteamiento renacentista con que el que fue concebido este jardín.

Una de las modificaciones más radicales fue la realizada en tiempos de Fernando VII (1784-1833), con la plantación de árboles frutales y la instalación de abundantes pilones y fuentes. En 1865 fue adaptado al gusto isabelino.

En el siglo XX se hicieron tres grandes intervenciones: una en 1941, al ser elegido el palacio como residencia de Francisco Franco (1892-1975), y las otras dos con la llegada de la democracia.



Los jardines actuales presentan un trazado de estilo neoclásico, con grandes espacios abiertos, formados por praderas y parterres florales, y arboledas en los laterales, por las que discurren caminos y glorietas.

Se disponen alrededor de una avenida central, que comunica la fachada del palacio con la cancela de entrada al recinto.

Bibliografía

Jardines que la Comunidad de Madrid ha perdido, artículo de Carmen Ariza Muñoz. Revista Espacio, tiempo y forma, serie VII, número 14 (páginas 269-290). UNED, Madrid, 2001.

El Pardo (Serie 'Parques y Jardines de Madrid'), de Virginia Tovar Martín. Fundación Caja Madrid. Madrid, 2001

Artículos relacionados

- La Huerta de la Partida
- La Fuente del Águila, de la Casa de Campo
- La Cachicanía y el Pozo de Nieve del Monasterio de El Escorial

martes, 6 de diciembre de 2011

Las 'inmaculadas' del Museo del Prado

Coincidiendo con la festividad de la Inmaculada Concepción, visitamos el Museo del Prado, donde se conserva la que puede ser considerada la mejor colección pictórica del mundo sobre este icono religioso.

Se trata de uno de los temas más recurrentes del arte español, sobre todo a raíz de la controversia surgida en Sevilla a principios del siglo XVII, cuando se cuestionó la creencia popular de que María había sido “sin pecado concebida”.

Los defensores de esta tradición se valieron de la pintura y de la escultura como poderosas armas de divulgación, con las que acallar las numerosas voces críticas que se habían abierto camino. Era el caso de Fray Domingo de Molina, quien llegó a afirmar que María “fue concebida como vos y como yo y como Martín Lutero”.

De ahí que la pintura española esté plagada de inmaculadas que repiten el mismo patrón, con esquemas que se consolidaron en el siglo XVII y que han perdurado hasta tiempos recientes, incluso cuando ya no hacía falta, tras procederse en 1854 a la proclamación del dogma, de manos de Pío IX.

Este modelo pictórico encuentra su fundamento en el Apocalipsis de Juan (“una mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”), así como en el Génesis, de donde proviene la imagen de la serpiente aplastada, que aparece ocasionalmente.

A ello se añade la presencia de ciertos signos típicamente marianos, como la palmera, la vara de azucenas, la fuente o el espejo, que no todos los autores incorporan.

Aunque estos principios iconográficos ya venían utilizándose desde el medievo, no fue hasta la primera mitad del siglo XVII cuando quedaron definitivamente establecidos, gracias a la labor de Francisco Pacheco.

En el tratado Arte de la pintura, el artista andaluz señaló cómo debía pintarse una inmaculada: la Virgen debía tener una apariencia infantil o adolescente (doce o trece años de edad), estar vestida con una túnica blanca y un manto azul y estar rodeada de un resplandor oval de tonalidades áureas, además de incluirse los símbolos citados anteriormente.

A grandes rasgos y con las lógicas variantes, este prototipo fue el que utilizaron todos los pintores concepcionistas de la época y de periodos posteriores, desde Zurbarán hasta Goya, pasando por Velázquez, Ribera o Murillo.

De la veintena larga de inmaculadas que integran la colección del Prado, destacamos diez, seis de ellas elaboradas en el siglo XVII y las otras cuatro en el XVIII.

Siglo XVII

La primera de las inmaculadas que traemos a colación fue realizada hacia 1630 por Francisco de Zurbarán, uno de los pintores más activos en la difusión de la teoría concepcionista. Siguiendo las pautas marcadas por Pacheco, Zurbarán nos presenta a una María hermosa y de aspecto aniñado, que consigue despertar el fervor de quien la contempla, suavizando la dureza de los signos apocalípticos que le acompañan.



También influido por Francisco Pacheco, el recurso a una fisonomía juvenil fue igualmente utilizado por Bartolomé Esteban Murillo, el pintor de inmaculadas por excelencia. En el Museo del Prado se guardan cinco de ellas, además de un dibujo preparatorio. La que presentamos aquí lleva por título La Inmaculada Concepción de El Escorial (1660-65), ya que formó parte de la pinacoteca del Real Monasterio, si bien su procedencia sea posiblemente sevillana.


La inmaculada de origen madrileño más antigua que tiene el Prado es la que hizo entre 1628 y 1629 Pedro Pablo Rubens, su única obra dedicada a este tema. Fue un encargo del Marqués de Leganés, que éste donó al rey Felipe IV. El cuadro permaneció en el Real Alcázar de Madrid desde al menos 1636 hasta 1734, cuando fue rescatado del incendio que asoló la vieja residencia de los Austrias.



Una de las inmaculadas más desconocidas es ésta que firma José Antolínez, que puede fecharse en 1665. Estamos ante una obra con un profundo sentido barroco, muy dinámica en su composición y con un lenguaje propio en el tratamiento de los símbolos concepcionistas, especialmente en lo que respecta a los ángeles y a los adornos florales que rodean a María.



José de Ribera pintó varias inmaculadas, entre ellas la que se conserva en el Convento de las Agustinas Recoletas de Salamanca, del año 1635, una de las obras maestras del tema, que, a juicio de diferentes investigadores, fue la referencia en la que se inspiraría Murillo. La del Museo del Prado, de mediados del siglo XVII, corresponde a la última etapa del artista, cuando éste, llevado por sus difíciles circunstancias personales, recuperó los postulados tenebristas de los inicios de su carrera.



Nuestra siguiente inmaculada, pintada por Francisco Rizi en la segunda mitad del siglo XVII, sorprende por su formato horizontal, en lugar del característico vertical. El espacio en el que se "mueve" la Virgen se incrementa considerablemente, con lo que composición adquiere una dimensión casi coreográfica.



Siglo XVIII

Abandonamos el siglo XVII para contemplar cuatro inmaculadas dieciochescas de gran belleza. La de Juan Bautista Tiépolo (1767-69) figura en la selección de quince obras maestras que el Prado propone a sus visitantes. Fue un encargo de la Casa Real, destinado a la Iglesia de San Pascual de Aranjuez.



Antonio Rafael Mengs tampoco fue ajeno al género concepcionista. El museo cuenta con una espléndida inmaculada atribuida a este autor. Pudo terminarla en 1774 en la ciudad italiana de Turín, poco antes de su regreso a España. Antes de ingresar en la pinacoteca, la pintura pudo verse en la Casa de los Cinco Gremios Mayores, en la actual Plaza de Jacinto Benavente.



Junto a la de Rubens y la de Tiépolo, la otra inmaculada netamente madrileña conservada en el Prado es la de Mariano Salvador Maella. En realidad, se trata del boceto preparatorio para el gran cuadro que preside la Capilla de San Antonio, en la Basílica de San Francisco el Grande, que Maella finalizó hacia 1781.



Terminamos con Francisco de Goya, que firma la inmaculada de aspecto más diferencial de todas las existentes en el museo, con rasgos preferentemente neoclásicos. Como en el caso anterior, estamos ante un sencillo boceto, que Goya elaboró en 1784 como ensayo de la pintura que cuelga en el Colegio de la Orden de Calatrava de Salamanca.



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