lunes, 25 de marzo de 2013

El Cristo yacente de El Pardo

Coincidiendo con la Semana Santa, fijamos nuestra atención en el llamado Cristo de El Pardo, una de los obras más logradas del escultor Gregorio Fernández (1576-1636). Se conserva en el Convento de los Padres Capuchinos, que el rey Felipe III ordenó construir en 1612, sobre un altozano del Monte de El Pardo.



La versión oficial sostiene que el monarca encargó esta escultura en 1605, en señal de agradecimiento por el nacimiento de su heredero (a la postre Felipe IV), que vio la luz el Viernes Santo del citado año en Valladolid, donde había sido trasladada la capital.

Según esta hipótesis, la escultura estuvo en un primer momento en la residencia real vallisoletana, para en 1606 ser llevada al Alcázar de Madrid, una vez que la villa recuperó la capitalidad.

Esta teoría se encuentra seriamente cuestionada a raíz de las investigaciones de Juan José Martín González, quien retrasa el origen de la talla a 1615. El historiador basa esta afirmación en un documento de 1614 encontrado en el Archivo de Simancas, en el que se informa de un encargo de "un Cristo para El Pardo".

Asimismo, Martín González apoya sus conclusiones en la excepcional calidad de la pieza, propia de un artista en plena madurez. Debe tenerse en cuenta que en 1615 Gregorio Fernández había alcanzado el punto culminante de su carrera, con 39 años cumplidos.


El Cristo en una antigua postal.

Lo que sí está fuera de dudas es que Felipe IV hizo donación del Cristo al Convento de los Padres Capuchinos en el año 1615. Desde entonces ha permanecido en este enclave, salvo algunos intervalos de tiempo.

Durante la Guerra de la Independencia (1808-1814), fue escondido para evitar el saqueo de las tropas napoleónicas y, en 1837, fue trasladado a la iglesia del Real Sitio del Buen Retiro, donde estuvo hasta 1850, cuando fue devuelto al convento.

Con el estallido de la Guerra Civil (1936-1939) volvió a ser ocultado en dos lugares. Su primera guarida fue el Palacio de El Pardo y la segunda el Museo del Prado, que lo acogió desde 1937 hasta 1939, cuando finalizó la contienda.

Descripción

Existen al menos quince Cristos yacentes salidos de las manos de Gregorio Fernández y de su taller. Aunque no está del todo claro, los expertos señalan que el de El Pardo pudo ser el cuarto de la serie. Junto con el que se conserva en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, está considerado como el de mayor valor artístico.

En líneas generales, todos ellos responden a este modelo iconográfico: una figura tumbada sobre una sábana, recostada sobre uno o dos almohadones, con la cabeza girada hacia la derecha y una de las piernas sobresaliendo sobre la otra.

Esta disposición lateral de la cabeza y de las extremidades solucionaba el gran problema que plantean las esculturas en posición decúbito supino y es que el rostro solo puede ser visto desde arriba. De este modo, se garantizaba una correcta contemplación por parte de los fieles durante los desfiles procesionales.


Fotografía de Xaura, en Wikipedia (detalle).

La talla está hecha en madera de pino, policromada al óleo. No es maciza, sino que se ahueca en su reverso, como medida de prevención ante posibles movimientos estructurales de la madera y también para aligerar su peso. Mide 1,60 metros de longitud.

Con respecto a su estilo, estamos ante una obra de transición, a caballo entre el manierismo que domina la producción de Gregorio Fernández en sus primeros años y el naturalismo, casi obsesivo, de sus etapas finales.

A juicio del investigador Rafael Martín Hernández, son rasgos manieristas el profundo conocimiento anatómico del que hace gala el artista en el modelado y el movimiento serpenteante de la figura, con el cuerpo retorciéndose sobre sí mismo, muy lejos del rigor mortis de otros yacentes.

A diferencia de los Cristos que vendrían después, el de El Pardo no presenta en su rostro huellas específicamente cadavéricas, como las cuencas hundidas o los pómulos afilados, caracteres que el autor usó posteriormente con insistencia, en aras de un realismo a ultranza.

En cambio, la escultura sí que parece preconizar ese lenguaje realista en el empleo de ciertos materiales, distintos a la madera, que permiten una mejor simulación de lo que se quiere representar. Así, los ojos son de cristal, al tiempo que los coágulos de sangre se construyen con corcho y vidrio rojo o se atraviesa una de las cejas con una espina auténtica.

Recursos todos ellos que Gregorio Fernández llevaría al extremo en su producción posterior, con la incorporación del marfil en los dientes o el asta en las uñas.


Tarjeta postal de Ediciones Vistabella.

El manierismo de la talla también se aprecia en la melena, compuesta de amplios mechones, sin esa escrupulosa definición de los cabellos que vemos en otras obras de Fernández. O en la propia policromía, que, pese a su efectismo, se presenta muy moderada comparada con la de otros yacentes, con interminables regueros de sangre y abundancia de moratones sobre la piel.

lunes, 18 de marzo de 2013

El Palacio de la Música (2): descripción



Una vez vistos sus aspectos históricos, regresamos al Palacio de la Música para analizar su espléndida arquitectura, que ahora se ve amenazada, sobre todo en su interior, por un cambio legal que permitirá que el edificio deje de tener un uso cultural y se convierta en una tienda.

Secundino Zuazo Ugalde, a quien los madrileños debemos obras tan notables como la Casa de los Flores y los Nuevos Ministerios, fue el autor del proyecto. Resulta curioso cómo este arquitecto, uno de los principales abanderados del racionalismo en España, empleó en el Palacio de la Música un lenguaje historicista, aunque debe tenerse en cuenta que éste fue uno de los primeros trabajos de su carrera.



Incluso se planteó utilizar modelos neobarrocos de inspiración sevillana, que finalmente rechazó para el exterior, aunque no plenamente, como puede comprobarse en las ventanas con orejeras que dan a la Gran Vía. No es caso del interior, donde el citado estilo está presente en todo momento.

Para la fachada principal optó por una solución de aire clasicista, en la que son reconocibles tres plantas bien diferenciadas y siete calles de recorrido vertical, con alternancia de superficies macizas y los vanos.

La planta inferior se configura alrededor de tres huecos (dos entradas practicables y una fingida), que se custodian con pilastras y entablamentos. Están separados por cuatro machones almohadillados, donde aparecen hornacinas, de las cuales únicamente las dos laterales portan ornatos, en concreto, jarrones pétreos. En el momento actual, esta planta se encuentra oculta bajo diferentes paneles de protección.

En la planta intermedia, el elemento más distintivo son los tres paños de ladrillo que se enmarcan con molduras. En su interior se abren ventanas con vidrieras, de estilo neobarroco, engalanadas con pequeños grupos escultóricos de tema mitológico. Tres grandes óculos las rematan.



En referencia a la planta superior, está conformada por un corredor de orden jónico, donde se combinan columnas simples y pareadas. Una balaustrada adornada con jarrones embellece su parte baja, mientras que, en la coronación, se dispone un entablamento sobre el cual se desliza otra balaustrada, en la que sobresalen pedestales con pináculos piramidales.

El edificio juega con el bicromatismo. En lo que respecta a la fachada principal, los colores grises se emplean en los lados y en las plantas extremas, mientras que el rojo domina la parte central. El efecto final es el de una fachada enmarcada. 

El Palacio de la Música abrió sus puertas en noviembre de 1926 con un aforo de 1.782 espectadores, distribuidos en un patio de butacas de planta rectangular, sobre el que cuelgan dos anfiteatros y varios palcos laterales. Fue en su momento una de las salas más grandes de Europa.


A diferencia del sobrio exterior, el interior está decorado profusamente, siguiendo patrones procedentes del barroco sevillano, aunque también es visible la influencia art decó.

Todas las dependencias destacan por su suntuosidad, incluso las que tienen una mera funcionalidad de tránsito. Es el caso del vestíbulo, adornado con escayolas pintadas en oro y revestido con mármoles en los zócalos y en los suelos, del denominado Salón de Descanso o de las escaleras que conducen a los entresuelos, en cuyos sofitos hay instaladas molduras doradas.



Lógicamene, la máxima ornamentación se reserva para el patio de butacas y, más en concreto, para el escenario, si bien debe tenerse en cuenta que ésta es la parte que más modificaciones ha sufrido a lo largo del tiempo.

El escenario fue concebido como un ábside semicircular, con cubierta de bóveda de medio punto y tres huecos internos, custodiados por columnas jónicas de mármol. En un primer momento, estuvo flanqueado, a ambos lados, por dos impresionantes órganos, pero, tras el incendio de 1932, éstos fueron reemplazados por dos cadenas de candilejas.



Especial mención merece la bóveda de coronación del patio de butacas, proyectada para distribuir la luz indirectamente por medio de lámparas circundantes y, al mismo tiempo, optimizar la acústica de los dos órganos.

Sin olvidar otros elementos ornamentales como las telas, los forjados, o los ricos artesonados de los anfiteatros, que añaden a su soberbia factura una sugerente iluminación, a base de luces ocultas entre las piezas de ebanistería.


Fotografías

Las fotografías en blanco y negro y en sepia pertenecen al Ayuntamiento de Madrid y fueron realizadas en diferentes épocas (años treinta y años cincuenta del siglo XX). La de color es de autoría propia y fue captada el 9 de marzo de 2013.

lunes, 11 de marzo de 2013

El Palacio de la Música (1): historia

Dirigimos nuestra mirada al Palacio de la Música, cuando todo parece indicar que va a ser reconvertido en una tienda de moda, en lo que, desde nuestro punto de vista, constituye un nuevo atentado contra el patrimonio histórico, artístico y cultural de los madrileños.



El Palacio de la Música fue construido entre 1924 y 1926 en el segundo tramo de la Gran Vía, muy cerca de la Plaza del Callao. Su promotora, la Sociedad Anónima General de Espectáculos, lo concibió como una gran sala de entretenimiento, que sirviese tanto para conciertos como para exhibiciones cinematográficas. Se llamó en un primer momento Sala Olimpia y, más tarde, Cine SAGE.

El proyecto recayó sobre el arquitecto vasco Secundino Zuazo Ugalde (1887-1971), quien, debido a este doble uso, desestimó la clásica planta de herradura rodeada de palcos para adoptar el modelo imperante en Estados Unidos: un enorme patio de butacas dispuesto en filas paralelas y uno o más anfiteatros enfrentados al escenario, con un gran Sala de Descanso y un bar mirando a la calle.

Zuazo también diseñó un ábside semicircular detrás del escenario, reservado para la orquesta, al tiempo que incorporó una sala de fiestas en el sótano, dotada con una espectacular pista de baile circular, y un cine al aire libre sobre la cubierta, que se utilizaría en verano.


Desplome de la cubierta (1925).

Esta última instalación pudo ser la causante del derrumbamiento que se produjo el 4 de diciembre de 1925, cuando apenas quedaban once días para la apertura del complejo. La cubierta se desplomó, provocando la muerte de una mujer, que vivía en una casa vecina.

En enero de 1926 se iniciaron los trabajos de reconstrucción (eso sí, con la eliminación del cine de verano), que se prolongaron once meses. El 14 de noviembre tuvo lugar el acto inaugural con la proyección de la película muda La Venus americana, si bien en 1929 la sala se convertiría en una de las pioneras del cine sonoro en España.

El escenario, tras el incendio de 1932.

En noviembre de 1932 un incendio destruyó el ábside del escenario, además de provocar numerosos daños. Durante la rehabilitación, se tomó la decisión de dedicar la sala únicamente a usos cinematográficos, lo que supuso la desaparición de todos los elementos destinados a la celebración de conciertos. 

Así, los dos soberbios órganos que enmarcaban el escenario a ambos lados fueron sustituidos por dos cadenas de candilejas en forma de venera, no menos espectaculares. Al mismo tiempo, se sacrificó parte de la ornamentación neobarroca para reformar la cabina de proyecciones.


Entre 1942 y 1952 el Palacio de la Música recuperó su actividad musical, como sede de la Orquesta Nacional de España, pero sin abandonar las exhibiciones cinematográficas. 

En 1957 el propio Secundino Zuazo añadió una nueva planta sobre la cubierta, para ser utilizada como oficinas y talleres. Y en 1983 el arquitecto Enrique López Izquierdo Camino dividió la sala en multicines, con resultados no muy afortunados.

Tras su cierre definitivo como cine, en 2009 la Fundación Caja Madrid adquirió el edificio para transformarlo en auditorio. La Dirección General de Patrimonio Histórico dio su visto bueno, con la condición de mantener su uso cultural originario.



El proyecto de acondicionamiento fue encargado al arquitecto José Luis Rodríguez Noriega, quien dirigió sus esfuerzos a recuperar el aspecto original de la sala, aunque con lógicas modificaciones, necesarias para adaptar el recinto a la exigencias actuales, como ciertos cambios en la concha del escenario.

En 2012, con el 80% de los trabajos acabados, la titularidad del inmueble pasó a Bankia, que, hace apenas unas semanas, ha proclamado su intención de venderlo con fines comerciales. Algo que, con la ley en la mano, no es posible, al estar consagrado el edificio única y exclusivamente a usos culturales.

Concretamente, el Plan General de Ordenación Urbana de Madrid (PGOUM) le aplica un nivel de protección integral, que supone el mantenimiento del uso al estar situado en el Área Cultural Preferente de Gran Vía.



Hasta ahí todo bien. El problema llega cuando el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid, máximos responsables de conservar el patrimonio de la ciudad y de hacer cumplir la ley, no sólo han anunciado que van a cambiar el uso cultural del Palacio de la Música por un uso comercial, sino que también van a flexibilizar las normativas sobre protección de edificios históricos.

Si nadie lo remedia, el Palacio de la Música será en breve una tienda de moda, probablemente de la marca Mango. Los madrileños habremos perdido una sala de conciertos casi terminada, cuya recuperación ha costado varios millones de euros, y se habrá puesto en peligro una magnífica arquitectura, patrimonio de toda la ciudad.


Fotografías

La primera imagen es de autoría propia. Las restantes fotografías a color pertenecen al Ayuntamiento de Madrid y fueron realizadas antes de la última reforma acometida en el edificio (a partir de 2009), destinada a reconvertirlo en sala de conciertos. Las fotos en blanco y negro fueron publicadas por las revistas Mundo gráfico en 1925 (derrumbamiento) y Nuevo Mundo en 1932 (incendio). 

lunes, 4 de marzo de 2013

El Puente del Congosto, en Lozoya

El Puente del Congosto, también llamado de la Horcajada, se encuentra en el término municipal de Lozoya, muy cerca del punto kilométrico 11,800 de la carretera M-604. Se levanta aguas abajo del Embalse de Pinilla, la primera de las grandes presas que el río Lozoya atraviesa en su curso.



El origen de esta obra es incierto. Algunos autores defienden que fue realizada durante la dominación romana de la península, dadas las similitudes de su fábrica con otros puentes de la citada época, especialmente el de Cangas de Onís, en Asturias.

Otros investigadores retrasan su construcción a la Edad Media y, más en concreto, a los siglos XII o XIII, ya que su tipología parece corresponderse con este periodo.

En cualquier caso, los únicos datos históricos que se conocen es que aparece citado en el Libro de la Montería, que el rey Alfonso XI de Castilla mandó escribir a mediados del siglo XIV, y que fue objeto de una reparación en el siglo XV.

El puente tiene seis metros de luz, que le permiten salvar una profunda garganta, sobre la que el Lozoya se precipita con fuerza y estruendo. Está hecho en sillarejo, toscamente dispuesto.



Su rasgo más singular es que se cimienta directamente sobre la roca en la queda encajonado el río. Consta de un único arco de medio punto, conformado por doble abovedado, con grandes dovelas desiguales. En las dos caras aparecen desagües rectangulares.

Con respecto al tablero, por él discurre una calzada formada por losas irregulares. Recientemente se han instalado unos muretes en los lados, para evitar posibles caídas del ganado.

El Puente del Congosto es uno de los cuatro puentes medievales (o romanos) existentes en el Valle del Lozoya. Los otros tres son el Puente Canto, el de Cadenas y el de Matafrailes, todos ellos sobre el arroyo de Canencia, en el municipio del mismo nombre.